Ir al contenido principal

Conociendo a Poe: Berenice.

¿Cuál es el objetivo detrás de este pequeño proyecto?
El objetivo es convertir a Poe en algo accesible para todo el mundo. Mi idea es que al leer mi adaptación cualquier persona pueda entenderlo, que no se necesiten grandes saberes y que no sea un genio literario al que sólo ciertos afortunados puedan acceder.
Al mismo tiempo creo necesario adjuntar la versión original a cada entrada, dado que sé que con el correr del tiempo los mismos lectores serán quienes deseen leer la genialidad de traducción hecha por Julio Cortázar y no la simple adaptación hecha por mi.

Berenice

(Este relato corto de Edgar Allan Poe fue publicado por primera vez en marzo de 1835 en el diario Southern Literary Messenger. En 1845 se publicó una nueva versión en el diario Broadway Journal. 
Sin embargo a lo largo de todos los posteos que van a encontrar sobre Poe vamos a trabajar con la traducción de Julio Cortázar que pueden encontrar en PDF adjunta a la entrada del blog correspondiente. Click acá para ir al PDF).



Mi nombre es Egaeus; no voy a decir mi apellido. Nuestro linaje fue llamado ''raza de visionarios'', y en muchos detalles más que sorprendentes hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los primeros recuerdos de mi vida se relacionan con esta habitación y con sus libros, de los cuales no voy a hablar. Ahí murió mi madre. Ahí nací yo. No es raro que malgastara mi infancia entre libros y mi juventud soñando; pero sí es raro que pasarán los años y en lo mejor de mi virilidad estuviera aún en la mansión de mis padres. Las cosas cotidianas me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras que las extrañas ideas del mundo de los sueños se volvieron mi realidad.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; ella realizaba paseos a las montañas; yo estudiaba encerrado; yo, viviendo encerrado en mí mismo; ella, vagando despreocupadamente por la vida.
¡Berenice! La llamó... ¡Berenice! Y desde lo profundo de mi memoria me visitan mil recuerdos evocados por su nombre. Vivida acude su imagen a mi, como en los primeros días de su alegría y de su dicha. Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser contada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella, y mientras yo la miraba se fue transformando, cambió su mente, sus hábitos y su cáracter, y de la manera más sútil y terrible llegó a perturbar su identidad.
Entre todas las enfermedades derivadas de la primera y fatal, que causó una revolución tan horrible en mi prima, la peor era una especie de epilepsia que casi siempre terminaba en catalepsia, un estado muy parecido a la muerte y de la cual su manera de recuperarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad -se me dijo que no le de otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, llegando a asumir un carácter maníaco que acabó por acaparar toda mi atención. En los intervalos lucidos de mi enfermedad el estado de Berenice me daba pena. 
En los días en que Berenice era increíblemente hermosa, no la amé. En la rara anomalía de mi existencia mi amor jamás venía del corazón, sino que mis pasiones provenían de la inteligencia. Pude observarla bastante tiempo en la soledad de mi biblioteca, no como la Berenice viva, palpitante, sino como una versión salida de un sueño. Y ahora, ahora temblaba cuando la tenía cerca y palidecía cuando se me acercaba; sin embargo, lamentando duramente su decadencia y su ruina, recordé que me amo durante bastante tiempo, y en un mal momento, le hablé de matrimonio. 
Y al fin se acercaba la fecha de nuestro casamiento cuando, una tarde de invierno me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, frente a mi, a Berenice. No sé si fue lo gris del día, el clima de la biblioteca, o su vestido, pero su cuerpo de veía indefinido. No sé explicarlo. No dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sola sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me invadió una sensación de insoportable ansiedad; una curiosidad devoradora colmó mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva. Mis miradas finalmente encontraron su rostro. 
La frente era alta, muy pálida, singularmente tranquila; y el que antaño fue su cabello azabache caía parcialmente sobre ella en incontables rizos, ahora de un rubio reluciente. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se enreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelearon lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y alzando la vista, vi que mi prima había abandonado la habitación. Pero de mi desordenada mente, ¡ay!, no había salido ni olvidaría el espectro blanco y horrible de sus dientes. Esa sonrisa se grabó a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí, largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor. Entonces vino mi enfermedad con toda la furia y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. No me importaba el resto del mundo, sólo podia pensar en los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Eran en lo único que podía concentrarme. Sentí que simplemente con que fueran míos la paz regresaría. 
Cayó la tarde, y luego la oscuridad duro, se fue y amaneció un nuevo día, llegó una nueva noche y yo seguía inmóvil, sentado en aquella habitación solitaria, pensando en los dientes de Berenice. Al fin, interrumpió mis sueños un grito como de horror y consternación,y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, encontré una criada hecha lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia temprano por la mañana, y ahora, al caer la noche, ya la habían enterrado. 
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era media noche y que desde la puesta de sol Berenice estaba enterrada. Pero de todo lo que pasó en el medio no tenía ni en más mínimo recuerdo. Sin embargo, un penetrante grito de mujer parecía resonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era?. Me lo pregunté a mi mismo en voz alta. 
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayada: Dicebant mihi sedales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas? Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía. Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apodere de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.